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Miguel Ferrer

El Abuelo

 

EL ABUELO

Cabeza cana. Hombre sabio y semianalfabeto. Alegre y amistoso. Viejo español. Isleño, de la hermosa Mallorca.

A los sesenta años se enfermó del corazón y el médico le recomendó mudarse a un microclima. Probó en Llolleo, un pueblito del litoral central donde efectivamente sintió alivio, aún así, no quería irse a vivir allá, lejos de la familia. Sin embargo, la porfiada realidad lo fue venciendo y convenciendo hasta que finalmente aceptó. Pero, puso una condición: se llevaría a su último nieto. Esperó que yo dejara el pecho de mi madre para llevarme con él y con mi abuela al encantador Llolleo de mi niñez.

Don Paco y don Ga llegan al Centro Español de San Antonio. Ahí está el hijo de don Paco y otros amigos.

Don Paco invita a jugar naipes, el hijo acepta, también don Lucio. Se instalan en la mesa de siempre, junto al ventanal que da al Océano.

Comienzan el juego. Al centro, un plato para colocar el dinero que se va acumulando. Aparecen las anécdotas, brotan las risas entremezcladas con puros, sangría y jamón serrano, la gente se acerca a mirar y compartir.

Se remata un pozo, lo gana don Lucio. Rápidamente van al juego fuerte.

El hijo de don Paco decide hacer una broma y no hace su postura en el plato. Don Ga se da cuenta... guarda silencio... la mirada del viejo se pierde en el mar...

Salvo por su corazón, mi abuelo era fuerte y sano.

En verano me llevaba al campo, a Las Brisas. Dormíamos a la intemperie y comíamos lo que pillábamos y por supuesto esa inolvidable merienda que escondía en papel de diario, para en unas horas más y con el hambre del atardecer, hacerme saltar de alegría con ese maravilloso pan mallorquín que amasaba mi abuela; un pan redondo, grande y consistente que él cortaba en rebanadas contra su pecho y luego, con sus manos artesanales, restregaba mitades de tomate hasta deshacerlas sobre esas benditas tajadas, después... ajo, aceite de oliva y sal... ¡Qué cosa más rica!

Me enseñaba el nombre de los pájaros, la del pecho rojo es una loica; fí fí fí fí, no te asustes, es sólo una perdiz; las que nadan y se esconden entre las totoras son taguas... y mira, mira, el que te gusta a ti... un pájaro bailarín.

Pero en realidad a mí lo que más me gustaba era la aparición de las codornices, un espectáculo fabuloso.

De madrugada y aún oscuro, me recuerdo -a  mis seis años- tendido boca abajo, con los ojos muy abiertos, atento y sin moverme, al lado de mi abuelo, esperando al macho de las codornices que llegaba solo a examinar el lugar, lo recorría entero, incluso caminando por encima de nosotros que éramos dos mudas estatuas cómplices.

Después de una severa y prolija inspección, el hermoso y valiente pájaro con su inconfundible pluma parada en la cabeza se detiene y se pone a cantar su característico Chancaca... Chancaca... y a la voz de mando empiezan a llegar cientos de codornices mientras yo miro alucinado esta nueva magia de mi abuelo.

En el Centro Español don Ga recuerda su viaje de emigrante... aquel día en que partió de España con su esposa y su hijo de apenas dos años de edad.

Llega el momento del recuento y el dinero no cuadra.

-Bueno, alguien se olvidó de hacer su postura -insinúa don Paco.

-El viejo no puso -dice el hijo, dejándose empujar por su broma.

-Hombre, baja ya de las nubes y coloca lo que falta -acota riendo don Paco.

-Yo puse -contesta tranquilo el viejo.

Don Paco perplejo, duda. Mira a su amigo y sermonea:

-Con estas cosas no hay que jugar, las travesuras en otra parte.

Pero don Ga vuelve a su viaje... desembarcaron en Buenos Aires, de ahí a Mendoza y después la dura travesía de la Cordillera de Los Andes a lomo de mula para entrar a Chile y establecerse finalmente en Santiago.

Mi abuelo me tomaba de la mano y salíamos a recorrer el pueblo, toda la gente lo conocía, lo quería y se divertía con él. Vivía con la broma en la boca... simpático, liviano, vivaz.

Ibamos a los almacenes de sus amigos y me hacía recitar unos versos cochinos que él me enseñaba.

De repente paraba la función y me decía:

-Te ganaste el chocolate que quieras, elige.

El almacenero me entregaba el premio y partíamos de la mano en busca de una nueva aventura.

El colegio funcionaba en una casa a dos cuadras de la mía, yo era el regalón de la maestra, una solterona que me dejaba castigado "de mentira" para que, una vez que los demás se fueran, yo le recitara a ella y a otra solterona, los versos cochinos que me enseñaba mi abuelo. Cuando el viejo se enteró, se preocupó de enseñarme otros y así, una o dos veces por semana, las sorprendíamos con un par de versos nuevos.

Don Lucio hace otro recuento y nuevamente las cuentas no cuadran. La situación se va poniendo tensa.

-Con estas cosas no se juega -reitera don Paco, desacostumbradamente serio- Vamos,  ¿Por qué no pones de una vez?

-Yo puse... es tu hijo el que falta -responde el viejo ensimismado en sus memorias. Pasan los años, los hijos van creciendo... vienen los nietos... don Ga ya es un hombre canoso y la vida sonríe.

Mi abuelo tenía varios amigos: don Gonzalo, don Manolo, don Julián casi puros españoles.

Pero, sin duda, su mejor amigo fue don Paco. Otro español. Boina y puro; madrileño, millonario, generoso, tan alegre y entusiasta como él, también enfermo del corazón y habitante de Llolleo. Un Packard último modelo con chofer y a todas partes con mi abuelo.

Don Paco adoraba a los niños, vivía solo con su mujer, sus hijos eran ya mayores, quería adoptar uno, pero la mujer no, al fin se encariñó conmigo.

Así, de pronto, a mi simple y suficiente felicidad de niño, empezó a sumarse la generosidad de don Paco y su esposa: espléndidos regalos, juegos traídos de Europa, tan hermosos y caros que mi abuela los guardaba en el ropero hasta que viniera mi hermano y me enseñara a usarlos.

Mi abuelo era conocido por su ingenioso humor. También por su valentía, no le temía a nada, ni siquiera a la muerte. Cuando adivinó que estaba desahuciado, fue a confirmarlo donde el médico, quien le explicó que le quedaban pocos meses de vida. Lo miró un rato en silencio, sacó toda su plata, se la entregó y le dijo: "Si de aquí a un año estoy muerto, te la quedas, si no, vengo por el doble, es una apuesta"... y se fue... y se la ganó.

Además era tema de comentarios por sus correrías de viejo verde con su compinche millonario, que ciertas mujeres chismosas se encargaban de contárselas aumentadas a mi santa abuela que lloriqueaba en los rincones.

La amistad de mi abuelo con don Paco era casi un noviazgo, la alegría interior de ambos y el disfrute de la vida que llevaban los unía intensamente.

En el Centro Español la atmósfera se enrarece, la broma del hijo de don Paco se le ha escapado de su control, una incomodidad general entre miradas y murmullos recorre el recinto, don Paco es el centro de la atención, inquieto busca en los rostros de los demás una luz, una señal para restablecer la armonía y reparar la circunstancia.

-Don Paco, -dice un espectador, un rastrero servil del millonario- he estado mirando, su hijo tiene razón, su amigo no puso.

-Bueno viejo, qué pasa contigo, ¿Por qué no pones de una vez? -insiste don Paco, ya sin disimular su fastidio.

Pero el viejo continúa absorto en sus memorias... el infarto... ya la vida nunca más sería igual.

Llegó el día en que del colegio y la iglesia me pidieron inscribirme para la primera comunión.

-¡El padrino soy yo! -se apresuró eufórico don Paco.

-Por mí que seas tú hombre y ojalá mañana mismo. Pero hay que ver qué dice el niño y sus padres -aclaró mi abuelo.

-¿Y a ti qué te parece? -me preguntó don Paco.                              

-Bien -contesté tímidamente.

Mis padres... fascinados.

Los regalos aumentaron, además vinieron planes y promesas. Don Paco estaba chocho. Cuando grande me mandaría a estudiar no sé dónde y muchos proyectos más que yo escuchaba sin entender nada, tomado de las polleras de mi abuela.

Don Ga se para, se mete la mano al bolsillo y saca un montón de billetes chicos que siempre llevaba, toma al testigo mentiroso y se los refriega en la cara. Luego lo levanta y lo tira contra el bar, "¡Como en las películas!" -comentaría por mucho tiempo la gente en Llolleo... y ahí mismo la pataleta con su corazón débil y malherido.

Ante la situación, el hijo de don Paco contó la verdad.

Pero, para mi abuelo era tarde.

Lo trajeron mal a la casa. Venía inconsciente. Entre don Paco, el hijo y otros españoles lo sentaron en su sillón.

Apenas recuperó el conocimiento gritó:

-¡Fuera de mi casa!

-Pero hombre, fue una broma de mal gusto de mi hijo que lo he traído a disculparse.

-No estoy molesto con tu hijo, sino contigo.

-Pero por qué, si yo no te he hecho nada.

-¡Dudaste!... Dudaste de mí.

-Pero si eso fue lo que me dijeron.

-¡Fuera!... ¡Fuera de mi casa... que no te vea más!

-¡Ay hombre!... ya se te pasará, no exageres.

-No exagero. Adiós.

-Tonterías, excúsame, no fue mi intención ofenderte... somos amigos.

Mi abuela:

-Sí Gabriel, vinieron a pedirte perdón, están todos aquí preocupados por ti.

-Tú no te metas.

Don Paco:

-Ya viejo... amigos. Acuérdate que viene la primera comunión del niño.

-Le buscaré otro padrino, contigo se acabó.

-Pero hombre, cómo se te ocurre.

-¡Fuera!... Adiós.

Don Paco y los otros se fueron, nos quedamos solos, mi abuelo estalló en llanto, no podía concebir que su amigo hubiera dudado de él.

Don Paco volvió al otro día y también al otro y al otro. Mi abuelo se iba al fondo de la casa en donde había un gallinero y les daba de comer en silencio a las gallinas. Ya no estaba alegre... serio, callado y triste... nunca lo había visto así.

Don Paco conversaba con mi abuela que lo consolaba, siempre bondadosa y amable:

-Paco, ten paciencia, se le pasará, el fin de semana viene nuestro hijo, él le hablará.

Efectivamente, mi padre, mi madre, mis tíos y muchos amigos trataron de hacerle cambiar de actitud.

-Papá, olvida y perdona.

Mi madre, que lo adoraba:

-Ya don Ga, sólo fue una broma estúpida del hijo de don Paco que está muy arrepentido.

Silencio.

El fin de semana entero lo asediaron y lo acosaron.

-Por qué tanta intransigencia, por qué no perdonas. Es tu mejor amigo y están los dos viejos. Lo están pasando de maravillas y dice que está dispuesto a cualquier cosa con tal de recuperar tu amistad. Ya todo el mundo sabe la verdad.

Ante tanta insistencia sólo repetía:

-Dudó de mí.

Don Paco siguió viniendo. Yo me apegué a mi abuelo y me iba con él al gallinero.

Un día llegó don Paco, como otras veces, con regalos para mí que mi abuela, como de costumbre, guardó en el ropero. Yo fui, los saqué y se los devolví respetuosamente. Me los recibió resignado y se fue... y ya no regresó más.

Me quedaste mirando... quieto, profundo, eterno... los ojos se te humedecieron cuando mi abuela me preguntó:

-¿Por qué hiciste eso?

Y yo respondí:

-Porque dudó de mi abuelo.

 

A Gabriel Ferrer Pascual, mi abuelo mallorquín

Miguel                                                                                                                 

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